A pesar de que los diamantes son conocidos desde la más remota antigüedad, fue en el último tercio del Siglo XV, atribuido al lapidario flamenco L. van Berquem, cuando se produjo el primer avance notable en las técnicas de trabajo de estas gemas al descubrir la posibilidad de tallar y pulir los diamantes frotando dos de estas piedras entre sí , o una con polvo de otros diamantes. Este descubrimiento supuso el paso definitivo hacia el pulido y talla modernos.
Los cristales del diamante presentan generalmente una formación octoédrica regular (Fig. 1, a), lo que condiciona las posibilidades de su mecanización. El tallado del diamante se lleva a cabo en cuatro fases diferentes fundamentales: exfoliación, o división siguiendo uno de los cuatro planos o caras del octaedro, serrado, consistente en cortes según nueve direcciones cristalográficas concretas; el tallado propiamente dicho, realizado por artesanos especialistas utilizando como herramienta puntas de diamante y el pulimentado o afacetamiento, realizado mediante una mezcla abrasiva de aceite y polvo de diamante.
Hasta 1562 las únicas formas de talla conocidas eran el octaedro, utilizando su forma natural de ocho caras triangulares, la talla en rosa, de base plana y 24 facetas o caras triangulares (Fig. 1, c y d), lo que permitía obtener el máximo aprovechamiento de un diamante de poco espesor, y la talla en tabla, consistente en seccionar el octaedro asímetricamente (Fig. 1, b), y tallando corona y culata en la forma mostrada en las Fig. 1, e, f y g. Esta era la conocida como antigua europea, característica de los anillos de diamantes del siglo XVI.
Posteriormente, atribuido a Vincenzo Peruzzi (1790), se comenzó a utilizar la talla conocida como “brillante”, que dará nombre genérico a estas gemas. Esta está formada por 58 facetas, 32 de ellas, junto con la meseta (que ha aumentado su tamaño) en la corona o parte superior, y 25 en la culata o parte inferior de la pieza (Fig. 2), con los ángulos prismáticos adecuados para obtener la máxima reflexión de la luz.
Sin embargo no son estas las únicas tallas realizadas sobre diamantes, ya que, si bien la talla en redondo o brillante es la más clásica y popularmente conocida, hay una amplia gama disponible según las características de la pieza bruta y el gusto de su comprador, hasta las más creativas y de fantasía, como las llamadas tallas florales, que van ganando aceptación.
Entre las más habituales tenemos la talla redonda o brillante (Fig 3,1), la más clásica y conocida de todas, cuyas características de diseño se muestran en la Fig. 2; la talla oval, que es realmente una modificación de la anterior y que a igualdad de peso aparenta ser una pieza mayor (Fig. 3,2); la marquesa, con forma alargada y puntiagudo en sus extremos (Fig. 3,3), la talla pera, que recuerda esta forma o en forma de péndulo (en francés, “pendelogue” (Fig. 3,4); la esmeralda, con su forma rectangular y facetas en cada uno de sus lados externos y esquinas (Fig. 3,5); la talla cuadrada, que como su nombre indica, presenta esta forma (Fig. 3,6), facetada por sus cuatro lados y esquinas, lo que le da un aspecto luminoso y centelleante y que es también conocida con el nombre de princesa.
En cualquier caso la talla es lo único que la mano del hombre puede hacer por un diamante, lo demás es obra de la naturaleza, por eso lo importante de esta operación es conseguir piezas cautivadoras por su estética y capaces de arrancar los destellos luminosos determinantes de su brillo, su fuego y su belleza en definitiva, aprovechando el más leve rayo de luz que incida en cualquiera de sus facetas.
Comparando dos diamantes bajo la misma iluminación, y aún sin ser un experto en la materia, se apreciará con facilidad el fuego y la pasión que su tallador haya sido capaz de imprimirle, fruto de su habilidad, imaginación y experiencia